Me jacto de ser un buen paisajista a pesar de no poseer siquiera la debida habilidad que toda arte plástica requiere. Conozco, sin embargo, cada centímetro de paisaje que mi ventana ofrece. Puedo recrearlo a la perfección, como un momento detenido entre dos fragmentos de tiempo; como una pintura rupestre o impresionista, que se reconstruye en mi pensamiento con inexplicable facilidad. Conozco toda perspectiva posible que mi cuarto me obsequia, y sé cómo se ve mi cama o mi guitarra desde cualquiera de sus esquinas superiores. Pero he aquí la sorpresa de que, hoy, al llegar a casa, agotado del trabajo y de sus imágenes repetitivas, vine a enterarme que algunos vientos casi huracanados han arrastrado el árbol de mi vecina y se ha caído una buena parte de sus grandes ramas en mi casa, dejando un cielo limpio de hojas, pero el suelo de mi patio lleno de ellas.
Es de noche y he salido a visualizar ese espectáculo nuevo, el del nuevo firmamento que pareciera hacerme un guiño sinuoso y amable. ¿Qué es esto que descubro con la nueva perspectiva? Ignoro, pero el ventajoso viento (al menos para mi, puesto que dudo que mi vecina halle bienaventurado el rumbo que la tormenta tomó...) me ha ofrecido otra posibilidad. Y viene a mi mente el viejo canto de las chicas vecinas, cuya voz sobrepuesta a la del radio me hacian sentir que dormía bajo un suave pasto. El cielo se me presenta hermoso y brillante, digno de ser admirado por mi como solía ser antes de volverme parte de esa frívola maquinaria que es la sociedad. Dormiré hoy contemplando el nuevo espacio; y a ti, querido lector, a ti te deseo una noche igual de bella.
Alejandrovski Velchaninov
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